Me he quedado un poco pillado con el Sintoismo, esa religión japonesa que suena tan antigua, cogiendo elementos del budismo pero fusionándolos con el politeismo. Hay toda una parafernalia de zorros y ciervos que representan dioses e innumerables puertas naranjas para entrar a los santuarios, que pueden encontrarse tanto en el medio de una ciudad como en el medio de un bosque y están siempre abiertos. Por su parte los templos budistas de Japón son impresionantes en sus dimensiones y en su variedad. Kyoto en particular tiene docenas de templos, a cada cual más increible, algunos son recintos inmensos con docenas de edificios. Pabellones enormes de madera, grandes imágenes de Buda, olor a incienso permanente, rezos repetitivos de los monjes... En general, todo transmite una experiencia de una religiosidad más amable y agradable que la católica con su glorificación del sufrimiento.
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La arquitectura tradicional japonesa está basada en madera y eso, junto a la costumbre de descalzarse, hace de cualquier visita a un templo, castillo o palacio, una experiencia muy relajante. Andar descalzo imprime otro ritmo a la visita, aunque a mi lo que me suele generar son ganas de sentarme o tumbarme en los tatamis. Los castillos son muy sorprendentes porque no tienen nada que ver con los occidentales. La torre principal es piramidal y el tipo de cubiertas y tejados triangulares le dan un aspecto menos hostil que los castillos medievales europeos. Los palacios y villas, por su parte, son una sobredosis de galerías, puertas correderas y espacios abiertos. Los patios interiores siempre están ocupados por un cuidado jardín japonés, con su arenita en diseño geométrico y sus perfectamente colocadas plantas o bonsais. Dan ganas permanentes de quedarse a tomar un té en una de esas habitaciones con vistas al jardín.